El arte de callar
Por Juan Jesús Priego
Confesémoslo: hay personas que nos incitan a la maledicencia. No las
soportamos, y tan pronto como oímos que alguien pronuncia sus nombres el
estómago se nos revuelve y queremos cuanto antes poner bien en claro lo que
pensamos de ellas.
-¡Ah –decimos-, qué tipos más abominables! ¿Cómo pueden soportar, aunque
sea por un minuto, ser quienes son? ¡Yo me moriría de estar en su pellejo!
Claro que también nosotros vamos a morirnos de estar en nuestro pellejo, pero
de momento no queremos pensar en ello. ¡Además, no es de nosotros mismos
de quienes queremos hablar! Y, mientras seguimos echando pestes, el
semblante se nos descompone –la cara se nos pone verde- y las manos
comienzan a temblarnos de rencor.
Ahora bien, ¿qué hacen los demás, es decir, los que pronunciaron aquellos
nombres odiosos sólo por el gusto de ver cómo reaccionábamos? Nada, ellos no
hacen nada: simplemente se ponen a escucharnos, risueños y divertidos. Tan
bien conocen nuestra antipatía por esas personas que, a veces, únicamente por
vernos gesticular como gorilas sacan dichos nombres a relucir. Dicen con fingida
ingenuidad:
-Al que le ha ido muy bien en la vida es a X. ¡Él sí que tiene suerte! ¿Se puede
ser más afortunado en la vida? Por si no lo sabes, en su oficina acaban de
ascenderlo. ¡A él, que no te lee siquiera los instructivos de las máquinas que
compra! Y, ya que estamos hablando de máquinas, ¿sabes que acaba de sacarse
en una rifa un Audi 2011?
Y luego hacen una pausa para que entremos nosotros en acción y nos pongamos
a decir lo que tanta hambre tienen ellos de escuchar.
¡Pobres de nosotros! ¡Caemos en la trampa con tanta facilidad! Yo mismo, en
más de una ocasión, ¡con qué rapidez he dado a conocer mis opiniones más
personales al primero que pasaba! ¡Y cómo me metí en líos por tan irresponsable
ligereza! No es mentira decir que apenas acababa de contarle algo
confidencialmente a uno de estos advenedizos cuando ya medio mundo sabía lo
que acababa de decirle.
La experiencia me ha enseñado que así hable con mi almohada o con la pared,
muy pronto, mis revelaciones serán sabidas por media humanidad. La palabra
humana, apenas sale de la boca, se desprivatiza y se pone a recorrer los
mundos como un e-mail infectado de no sé qué virus peligroso. ¡Cuántos
problemas nos vienen a los hombres por no saber estarnos con el pico cerrado!
Por eso decía Chamfort (1741-1794), el célebre moralista francés: «Prefiero que
hagan calumnia de mi silencio a que la hagan de mis palabras».
Hoy pienso que externar una opinión o confiar un parecer es algo que exige altas
dosis de prudencia. Y diré todavía algo más que podrá parecer, si no atrevido,
por lo menos despectivo: no todos merecen nuestra sinceridad. A éste que le
das lo más sagrado que posees, es decir, tus pensamientos, ¿por qué se los
ofreces a precio de rebaja, a coste de saldo? ¿Quién es él? ¿Agradecerá tu
claridad, o irá más bien a oscurecerla de frente a tu adversario para
congraciarse con él y hacerte quedar mal?
No creo que la advertencia sea innecesaria: «¡Cuidado!». No todos merecen lo
que tú esparces por el mundo a manos llenas. Cristo mismo dijo que no había
que echar las cosas santas a los cerdos, y añadió que no todas las semillas
suelen caer en buen terreno. Con esto quiero decir que te reserves, que guardes
silencio y hagas caso de lo que dice Baltasar Gracián (1601-1658) en uno de los
aforismos de su Oráculo manual: «Hase de hablar como un testamento, que a
menos palabras, menos pleitos».
Un viejo libro publicado en Barcelona en 1913 –no se especifica en la portada el
nombre del autor, y por eso no lo cito- daba a sus lectores el siguiente consejo:
«La verdad no siempre se puede decir, y tampoco mucho de lo que se siente.
Habla siempre bien de todos. Alaba o calla. Cosas hay que se pueden y aún se
deben hacer, pero no decir».
Las palabras que llevas dentro no se te pudrirán en el pecho si allí las dejas; no
son un pus del que tengas que liberarte. Y, respecto a esos nombres que nos
resultan siempre tan antipáticos, escucha lo que dice un monje benedictino
alemán llamado Anselm Grün:
«Se dice que el patriarca Agatón, uno de los antiguos monjes del desierto, llevó
durante tres años una piedra en la boca hasta que pudo arreglárselas con el
silencio. Él había padecido lo difícil que es refrenar la lengua. Antes de
reflexionar debidamente, ya hablamos sobre los demás. Entonces a veces es
importante que nos impongamos una prohibición de hablar sobre determinadas
personas. Agatón lo practicó con una piedra. Si durante un año no hablo nada
acerca de una persona que con tanta frecuencia provoca mi irritación, el enojo
se irá».
Aunque este nombre te ponga los pelos de punta, cállate. Es preferible que por
el momento no digas nada acerca de esta persona, ni bueno ni malo. Si dijeras
algo bueno, sería hipocresía; si malo, te dejarías llevar por el torrente de tus
palabras (torrente, por lo demás, en el que acabarás ahogándote, no lo dudes).
Guarda silencio: es lo mejor. De este modo, sin darte cuenta, tu tormenta
interior amainará y tus sentimientos se irán haciendo poco a poco más serenos y
suaves. Haz caso de este monje alemán. Te juro que él sabe lo que dice.
Y, para terminar, un proverbio judío: «Hijo mío, recuerda esto siempre: tus
amigos tienen amigos; por lo tanto, sé discreto».
Fuente. Elobservadorenlinea.com