Cuando el dolor

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Cuando el dolor, la desesperación, la enfermedad o la muerte, van invadiendo los rincones más vulnerables de nuestar alma, buscamos como niños huérfanos, abrazarnos al ser que nos sane las heridas más profundas, más dolorosas e inexplicables: entonces buscamos a Dios.

Nos aferramos a la Fe, que a veces, se despierta dentro nuestro, tan débil y tan frágil, que pareciera que no nos puede llevar hasta Dios, y confundidos preguntamos el porqué de tanto dolor y tanto desamparo, sin encontrar la respuesta ni el consuelo.

Y sin embargo, está ahí, basta solo con orientarla hacia Jesús, que naciendo Rey vivió siempre pobre; siendo el Mesías, tuvo que huír y vivir en el exilio; siendo el Salvador, tuvo que sufrir el desprecio de los necios, conociendo el dolor insoportable de la muerte en la cruz, aceptándolo por Amor, ofreciéndolo por este mundo extraño, que se ama y odia, desde lo más hermoso y sublime hasta la indiferencia y la muerte más descarnada.

Pero de pronto, en el medio de la desesperación y de la pena, Jesús toca nuestros corazones, y la Fe se vuelve ciega e infinita, y nos hace conocer el éxtasis del Amor, de la Entrega, de la Humildad, nos hace valorar y amar tanto a Dios, que aceptamos sus designios, sus caminos, a veces demasiado tristes pero siempre santos, y su mano sana nuestros corazones heridos, calma nuestros llantos desesperados, alivia nuestros dolores.

Siempre Dios, siempre el Amor que nunca falla.

Es verdad que los milagros aumentan nuestra Fe. Pero cuando oramos con Fe, y los milagros no se producen, no quiere decir que Dios no nos ama, sino sea tal vez, que su plan es más grande, y es más grande aún todavía, su abrazo tierno y glorioso hacia ese hijo amado que está sufriendo.

Orar, a veces, no cambia las cosas que ocurren, pero cambia para bien nuestros corazones.