¿Cómo pudimos sobrevivir?

Autor:  Paulo Coelho

 

 

 Recibo por correo tres litros de productos que sustituyen a la leche; una compañía noruega quiere saber si estoy interesado en invertir en la producción de este nuevo tipo de alimento, ya que, según el especialista David Rietz, “TODA (las mayúsculas son suyas) leche de vaca tiene 59 hormonas activas, un alto contenido en grasa, colesterol, dioxinas, bacterias y virus”. 
Pienso en el calcio, que, desde niño, mi madre me decía que era bueno para los huesos, pero el especialista se me adelanta: “¿Calcio? ¿Cómo es que las vacas consiguen adquirir suficiente calcio para su voluminosa estructura ósea? ¡De las plantas!” Claro, el nuevo producto está hecho a base de plantas, y la leche, de acuerdo con un sinfín de estudios realizados en diversos institutos esparcidos por el mundo, queda así condenada. 
¿Y la proteína? David Rietz es implacable: “sé que llaman a la leche la carne líquida (yo nunca he oído semejante expresión, pero supongo que él sabe de lo que está hablando) a causa de las altas dosis de proteínas que contiene. Pero son las proteínas las que impiden que el calcio sea absorbido por el organismo. Hay países con una dieta rica en proteínas donde se da también un alto índice de casos de osteoporosis (ausencia de calcio en los huesos).” 
Esa misma tarde recibo de mi mujer un texto que encontró en internet: 
“Las personas que hoy tienen entre 40 y 60 años, en su día circulaban en automóviles que no tenían cinturón de seguridad, reposacabezas, o airbag. Los niños iban sueltos en el asiento de atrás, armando el mayor alboroto y divirtiéndose sin parar. 
“Las cunas estaban pintadas con pinturas coloridas que hoy serían, cuando menos, “dudosas”, ya que podían contener plomo o algún otro elemento peligroso. 
Yo, por ejemplo, pertenezco a una generación que construía los famosos carritos de rolimã (no sé cómo explicar esto a las generaciones de hoy; digamos que eran bolas de metal sujetas entre dos aros de hierro) y bajábamos las laderas de Botafogo, usando los zapatos como frenos, cayéndonos, magullándonos, pero orgullosos de nuestra aventura a alta velocidad. 
-El texto continúa:
“No había teléfonos móviles, nuestros padres no tenían forma de saber dónde estábamos: ¿cómo era posible? Los niños nunca tenían razón, vivían de castigo en castigo, y aun así no tenían problemas psicológicos de rechazo o falta de amor. En la escuela existían los alumnos buenos y los malos: los primeros pasaban al siguiente curso, los segundos suspendían. No se buscaba a un psicoterapeuta para estudiar el caso, simplemente se le hacía repetir curso.”
Y a pesar de ello sobrevivimos, con algún que otro arañazo en las rodillas, y pocos traumas. Y no sólo sobrevivimos, como recordamos con nostalgia, sanos y salvos a aquellos tiempos en que la leche no era veneno, sino que también los niños resolvíamos nuestros problemas sin ayuda, nos peleábamos cuando hacía falta, y nos pasábamos el día, sin ingenios electrónicos, inventando juegos con los amigos. 
Pero volvamos al asunto inicial de esta columna: decidí probar el nuevo y milagroso producto destinado a sustituir a la leche asesina. 
No pude pasar del primer trago. 
Les pedí a mi mujer y a mi empleada que lo probasen, sin decirles de qué se trataba: las dos dijeron que jamás habían probado nada tan repugnante en su vida. 
Estoy preocupado por los niños de mañana, con sus juegos electrónicos, sus padres con teléfonos móviles, con sus psicoterapeutas ayudándoles a superar cada derrota, y, sobre todo, con la obligación de beber esta “poción mágica” que los mantendrá sin colesterol, sin osteoporosis, sin 59 hormonas activas, sin toxinas. 
Tendrán una vida muy sana, muy equilibrada, y, cuando crezcan, descubrirán la leche (para entonces, posiblemente, una bebida fuera de la ley). Quién sabe si tendrá que ser un científico del año 2050 quien se encargue de rescatar algo que hemos consumido desde el inicio de los tiempos. 
¿O quizá sólo se podrá conseguir leche a través del tráfico de drogas?