Cristificación

Autor:  Padre Ignacio Larrañaga

 

 

Hemos repetido hasta la saciedad que el objetivo final de toda oración es la transfiguración del orante: la figura del hombre, del hombre viejo, tiene que eclipsarse ante el resplandor de la figura de Jesús.

El orante, inmerso en una temperatura interior de fe y amor, abre las puertas de su intimidad al Señor Jesús que, radiante y resucitado, entra en las estancias interiores del orante y toma posesión completa de cuanto el orante es, tiene, siente y piensa; alcanzando, inclusive, su más remota y última interioridad.

Mucho más: Jesús resucitado alumbra con su resplandor el mundo desconocido del inconsciente. Lo más importante de nosotros es lo desconocido de nosotros. Por eso hacemos lo que no queremos porque desde esas galerías inaccesibles y oscuras del inconsciente emergen los impulsos desconocidos que nos asaltan y dominan, y nos obligan a actuar de la manera que no queremos.

Siempre he pensado que el gran desafío de Jesucristo como redentor del mundo es cómo llegará a redimir el inconsciente del hombre. En la oración de profundidad Jesús tiene que llegar a esos abismos, iluminar con su resplandor las más remotas concavidades y revestir con su presencia y figura aquellos impulsos originales y salvajes a fin de que, cuando salgan al campo del comportamiento, lo hagan según el estilo de Jesús.

Desde hace tiempo lleva el orante una llaga que todavía está abierta y que no logra cicatrizarla: puede tratarse de un sordo rencor, una frustración profunda... En cada momento de intimidad el orante siente que Jesús, con su mano médica y mágica, va rozando amorosamente esa herida y la va, primero, aliviando y, luego, sanando hasta que aquello ya no duele.

No cabe duda de que la aversión, el rencor, el odio... son fiebre, fuego, llama: queman, arden, El orante siente que Jesús, en los momentos de gran concentración, va progresivamente apagando esas llamas hasta que el orante queda con el corazón apagado.

Hay gentes que no viven sino que agonizan bajo una nube oscura, baja, oprimente y deprimente. La nube es una mezcla confusa de temores sin fundamento, ansiedades sin motivo, miedos irracionales, inseguridad generalizada, aprensiones que no se sabe de dónde les vienen ni adonde les llevan: un cielo plomizo que les hace agonizar. El orante va sintiendo paulatinamente que el viento de Jesús va arrastrando y arrastrando esa nube cargada hasta que, finalmente, brilla un cielo azul sobre el alma.

Como dijimos, la estructura de la personalidad está tejida de rasgos positivos y negativos. Puede suceder que el orante tenga tendencias que le disgustan, pero son muy suyas, pues están inseridas en el tejido de su personalidad: tendencias orgullosas, tendencias irascibles, tendencias sensuales, tendencias egoístas, tendencias rencorosas... A estas vertientes es adonde el orante tendrá que encaminar a Jesús y aquí es donde Jesús tendrá que hacer permanentemente prodigios de alquimia y metamorfosis, haciendo que el orante pueda comportarse en las vicisitudes de la vida no según sus tendencias naturales sino según el corazón del Maestro, un corazón benigno, sensible, manso y humilde.

Y así, poco a poco, con pasos vacilantes y hasta contradictorios, el orante va dejando espacios libres y disponibles, mientras Jesús los va ocupando; el orante va muriendo a ciertos rasgos en cuanto Jesús va tomando su lugar.

Cuantos más vacíos dejen a Jesús, cuanto más humilde sea el orante y cuanto más vaya muriendo a sus lados negativos, ya no será el orante quien viva; será Jesús quien viva y gobierne en los territorios del orante.

Siempre he creído que la eficacia de una pedagogía está en proporción a su simplificación final. En nuestra espiritualidad (la de los Talleres de Oración y Vida) todo el programa de vida lo reducimos a una simple pregunta: ¿Qué haría Jesús en mi lugar?

Si el lector, pasando por alto todo lo explicado hasta ahora, sólo se quedara con esta preguntita, como una espina sagrada y obsesiva clavada en la mente y el corazón, y formulada en toda nueva emergencia del día, garantizamos que (el lector) dispone en sus manos de un plan acelerado y eficaz de santificación cristificante.

He escuchado a muchas personas en mi vida: «Rezo, pero no se nota en mi vida». No se nota en su vida porque probablemente le falta un cauce canalizador de la fuerza de la oración. Pues bien, aquí entregamos un canal que conduzca la energía transformante de la oración a la vida: ¿Qué haría Jesús en mi lugar?
¿Cómo miraría Jesús a esta persona francamente antipática? Voy a olvidarme de mis viejas historias con ella y voy a pensar que, en este momento, yo ya no soy yo; yo «soy» Jesús; y voy a tratar de mirarla con los ojos de Jesús, con aquella mirada que emanaba de un corazón dulce y benevolente... y la tal persona antipática se transformará a mis ojos en un encanto de persona. No faltarán quienes digan que eso es un milagro imposible, contra los cánones psicológicos. Yo responderé que si supiéramos tomar en serio al Señor, podríamos caminar por la vida de milagro en milagro.

Si Jesús estuviera en mi lugar, ¿cómo respondería a esta grosería que acaban de soltarme? ¿Con palabras explosivas? Las palabras explosivas son hijas del amor propio herido. Pero Jesús no sabe de amor propio porque el suyo es un corazón despojado, desapropiado y vacío; y ante una grosería, Jesús reaccionaría con la misma estabilidad emocional que cuando le llamaron «ministro de Satanás». Pues bien, yo trataré de proceder de la misma manera.

Si Jesús estuviera en mi lugar, ¿cómo reaccionaría ante esta infamia que me han hecho? ¿Tramando venganzas? Jesús no sabe de venganzas Al contrario, sabe perdonar setenta veces siete, de volver bien por mal, sabe ofrecer la otra mejilla hasta amar al enemigo que es la revolución más alta en las leyes del corazón. Pues bien, también yo trataré de proceder, si no en un grado heroico, a menos lo más parecido al estilo de Jesús.

En este día voy a verme implicado en una sitúación difícil. Tengo que presentarme ante esos tipos; hostiles que me van a reclamar por no sé qué. Voy a tener presente la presencia de ánimo, dignidad y altura de Jesús delante de Caifas, Herodes y otros. Voy a imaginar que yo «soy» Jesús, y me presentan ante ellos con el semblante interior y exterior de Jesus, con su misma presencia de ánimo y control de nervios. Y esos tipos quedarán asombrados cuando observen mi ausencia de miedo, preguntándose ¿qué le pasa a este hombre? Y, sin abrir la boca les estaré gritando que Jesucristo vive.

¿Cómo recibiría Jesús esta mala noticia? ¿Cayéndose de espaldas? Jesús no se cae de espaldas no se asusta de nada ni se espanta porque aquel que nada tiene, nada teme. Por ser vacío y pobre de corazón, Jesús se mantiene dueño de sí y sereno. Es normal y casi inevitable que, ante la sorpresa del primer momento, yo reaccione sobresaltado y con una explosión emocional. No asustarse por eso ni avergonzarse. En un segundo momento, sin embargo, me acordaré de Jesús y trataré de mantenerme con la estabilidad emocional de Jesús.

Si estuviera en mi lugar aquel Jesús que vino a sanar a los heridos de corazón, a anunciar la libertad a los esclavos, a los ciegos la vista y a los oprimidos la liberación... aquel Jesús que se compadeció del leproso, de los enfermos y de las turbas hambrientas, y que se entregó a los últimos y abandonados con su oración, sus milagros, su palabra, su mano, su saliva, la franja de su vestido... si él estuviera en mi lugar, ¡cómo se dedicaría a dejar en cada puerta un vaso de alegría! ¡Cómo tomaría el teléfono para entregar una palabra de aliento a aquel desconsolado, un estímulo a aquel fracasado, una palabra de ánimo a aquel deprimido...!
Si estuviera en mi lugar aquel Jesús que ante los acusadores y jueces procedió en todo momento con humildad, silencio, paciencia y dignidad, sin justificarse ni defenderse... aquel que, en la noche de la Pasión, sometido a toda clase de vejámenes, por toda respuesta Jesús sufre y calla... si él estuviese en mi lugar, ¡cómo sería infinita su paciencia y fortaleza ante las salidas irritantes de aquel familiar, del compañero de trabajo o del hermano de la comunidad...! 

No tenemos ante los ojos otro camino ni otro modelo que Cristo Jesús, aquel Jesús cuyos únicos predilectos fueron los pobres, amigo de publícanos y pecadores, aquel que fue delicado y atento con los amigos y caballeroso con las mujeres, aquel que fue sincero y veraz con amigos y enemigos, que sí tuvo preferencias pero no exclusividades, y que, por encima de todo, sólo hizo una cosa en su fugaz y vertiginosa carrera: amar.

He aquí el programa de santificación cristíficante: sentir como Jesús sentía, pensar como Jesús pensaba, hablar como Jesús hablaba, amar como Jesús amaba, pisando siempre sus pisadas.

Si después de leer estos cuatro capítulos, no se quedara el lector con otra cosa sino esta sola preguntita (¿Qué haría Jesús en mi lugar?) obsesivamente repetida y obstinadamente aplicada a las diversas circunstancias de cada día y cada momento, (el lector) después de dos o tres años, ni se conocería a sí mismo, debido a la mutación de su vida.

Toda vida con Dios, toda la actividad orante a esto se dirige y es esto lo que lo justifica: repetir de nuevo en nosotros los sentimientos, actitudes, reacciones, reflejos mentales y vitales, escala de valores, criterios de vida; en fin, la conducta general de Cristo Jesús.