De la boca asombrosa de la Nada

Autor: Pedro Miguel Lamet S.J

 

 

De la boca asombrosa de la nada, 
que era el eco de un Alguien 
en busca de su espejo 
había estallado el mundo 
como un cuadro. Ni pincel ni color. 
Algodones de nubes poblaron el azul 
y un perfil encrestado de montañas 
se alzaba sin un nombre, una voz, un destino, 
la entrañable mirada 
que los llegara a ser definitivamente. 
Las frutas aliviaban el verde de los árboles 
rezumándose inútiles 
en espera de labios, 
y el mar, desde las rocas 
a nadie había amado aún. 
Dios silbaba en las ramas de los chopos 
arias de solitario 
y reía, escurriendo silencios, 
en el nadar incierto de los peces. 
0 era un trino de 
pájaros no oídos 
o sorpresa ausentada de la nieve, 
o brisa juguetona por los pétalos 
que nunca nadie olió como a perfume. 
Todo el mundo era un huérfano 
carente de palabra. 
Huían los caminos sin sentirse caminos. 
Soñaba la madera con 
transformarse en silla, en porche, 
en la mesa redonda con un jarro de flores 
que mira a la ventana, 
o en el arca con sombra 
por cobijar al lino, 
que aún pendía, 
añorando el calor de una piel, 
del frágil ser del tallo. 
Era el mundo un edén 
sin el temblor de un dueño, 
un bosque sin pisadas, 
el hueco de un vacío 
sin tan siquiera el verbo soledad, 
brillante alumbramiento 
para nadie. 
El Creador se asomaba 
acodado en el marco 
y, después de un suspiro, se decía: 
«Es hermoso el retrato, mas le falta 
el brillo de los ojos». 
Caía todo el ser en búsqueda del tiempo. 
Moría en sí el espacio 
perdido en el deseo de alcanzar 
su conciencia. « ¡Qué sola -dijo Dios 
es la pura belleza! » 
«Vengamos de algún modo 
a gozar de la sombra de los robles 
en las tardes de sol 
y a dejar, con el paso, una forma de huella 
en la arena mojada de las playas; 
a engendrar con las piedras los hogares 
y a poblar a la noche 
de canciones. 
Que el jilguero se adorne con la risa 
y el haya se haga cuna 
y la rosa, recuerdo de la ausencia. 
Inclinose el Creador, 
miró su Ser 
copiándose en la paz de las aguas. 
Cogió en su mano tierra 
y sopló hacia aquel mundo 
sus sueños infinitos. 
Cuando Adán despertó, 
un azul transparente vibró en la savia oculta 
de las cosas. 
Ascendió a la montaña, 
se deslizó en la ola 
y en el nervio secreto de los árboles. 
Un pedazo de El se paseaba nombrando al universo. 
Había amanecido. 
«Ya tenemos espejo», 
exclamó el Hacedor 
sentado en su tertulia trinitaria. 
«Que sepa el hombre ahora 
del gozo de mirarse 
prolongado.» 
Y tomando su forma, dejó surgir 
lo otro a la medida misma 
de su sueño. «Serás como la loma 
redondamente tibia 
o la orilla de mar y el pecho reluciente 
de paloma. Serás ella, 
para que Adán se abra al abismo del tú, 
su mitad mejorada 
y sepa al contemplar sus ausencias.» 
Eva abrió las pestañas 
igual que la obertura de una gran sinfonía. 
Y Adán supo que el mar, la lluvia entre la hierba y el rugido 
del viento, tendrían para siempre 
un deje de infinito. 
Besó una mano a Eva 
rompiendo con su beso el límite sabido 
de las cosas. 
«Ya sé, Señor, que soy.» 
En el umbral ardiente de su abrazo 
sembraba ya su herencia, 
el mundo iluminado. 
Una sombra le urgía: 
«Ve a poseerlo.» 
Y otra íntima voz: 
«Sé solo, sé, y contémplalo.»