La alegría

Autor:  Juan Jesús Priego

 

 

«¿Sabes, Hump? —dice el personaje de una de las novelas de Gilbert K. Chesterton (1874-1936), el gran polemista inglés—, los hombres modernos tienen una idea muy equivocada de la vida. Parece que esperan de la naturaleza lo que esta nunca ha prometido darles, y mientras tanto destruyen todo aquello que en efecto les da. En las iglesias ateas de Ivywood todos hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de alegría absoluta y de corazones que laten por todos, pero no por ello tienen un aspecto más alegre que los demás... Yo no sé si Dios entienda por felicidad la felicidad que todo lo comprende y todo lo supera, pero Dios quiere que cada hombre tenga su alegría, y yo tengo toda la intención de no dejármela robar».

Para ser sincero, yo también he escuchado muchas veces discursos como el de las iglesias ateas de Ivywood y no precisamente en las iglesias ateas de Ivywood; también yo he oído cientos de sermones que hablan de paz perfecta, de confianza sin límites, de corazones que laten por todos, y acaso no sólo los haya oído, sino tal vez incluso pronunciado. Lo que no sé es que si modificando el texto de Chesterton y escribiendo «parroquias cristianas» allí donde dice «iglesias ateas» cambiarían mucho las cosas. 

Los cristianos hablamos de resurrección, de vida perdurable, de providencia o cuidado de Dios, de amor sin límites, pero no por eso vivimos más contentos. Al parecer, no tomamos muy en serio las amonestaciones que los creyentes nos hacemos los unos a los otros. En las iglesias, los sermones son saetas que esquivamos lo mejor que podemos. Nos sucede con demasiada frecuencia lo que a aquella dama de la alta sociedad parisina que, según Julien Green, dijo un domingo a su sirvienta poco antes de la homilía de la Misa: «Si el señor cura habla de la fe o del perdón de los pecados, me dejas dormir; pero si habla de María Magdalena, me despiertas». Ella, como quiera que sea, iba a la iglesia únicamente a dormirse.

«Voy a definirle lo contrario de un pueblo cristiano —dice el párroco de Torcy en esa gran novela de Georges Bernanos (1888-1948) que es el Diario de un cura rural—: lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos. Acaso me objete usted que la definición tiene muy poco de teológica, pero basta para hacer reflexionar a los caballeros que bostezan los domingos en Misa. ¡Claro que bostezan! No querrá que en media hora semanal la Iglesia pueda enseñarles la alegría. E, incluso, si se supieran de memoria el Catecismo de Trento, no estarían probablemente más alegres». 

Y sí, la verdad es que la fe debería tener el poder de hacernos más alegres, más sonrientes, menos hoscos. Un cristiano no debería salir a la calle si antes no ve reflejado en el espejo un rostro resucitado. Haría mucho mal y predicaría peor al Dios que, según Francisco de Asís, es el Dios de la perfecta alegría, el Dios que devuelve la juventud.

Termino con una cita de Andrew M. Greeley, un sacerdote –creo que de la diócesis de Chicago- que, además de sociólogo, ha escrito una buena cantidad de novelas: «Las personas que creen en la resurrección deben ser gente alegre, y los cristianos católicos que tienen una visión relativamente más benigna de su naturaleza que nuestros hermanos separados, tienen que ser una congregación de gente más alegre, más jovial y más bromista. Todo lo que tengan de graves, de ásperos, de severos lo tienen de fallo como católicos». Pienso que, en el fondo, tiene razón. ¿O usted qué cree?