La minirrevolución

Autor: Padre José Luis Martín Descalzo

 

 

El otro día, en una emisión de radio, me preguntaba alguien por qué están ahora las gentes tan inquietas, tan desasosegadas, tan comidas por el hormiguillo que no las deja vivir, tan como estranguladas por el miedo, los nervios y la angustia. Y por qué esto les ocurre no sólo a quienes tienen razones objetivas (el paro, la miseria) para mirar con temor el porvenir, sino incluso a quienes teóricamente parecen tener el futuro sustancialmente resuelto, pero que no están, por ello, menos expuestas a depresiones, a necesitar pastillas para dormir, a llevar el corazón en volandas.

Y mientras oía la pregunta me acordaba yo de aquel texto de Jean Guitton que describe a la humanidad actual como ese grupo de animales que, encerrados en una cuadra, olfatean, presienten, de un modo confuso pero cierto, que se esta acercando la tormenta y agitan sus lomos y sus crines, cocean y relinchan inquietos.

Y ¿qué es lo que los hombres de hoy presienten, aunque aún no sepan formularlo? Saben que la humanidad no puede seguir mucho tiempo por el camino que lleva; intuyen que, si algo no cambia, la humanidad será destruida por su propio progreso; descubren que estamos caminando por una senda que parece cada vez más claramente desembocar en un abismo de destrucción. Y entienden que ha llegado la hora de cambiar, pero no saben ni hacia qué ni cómo hacerlo. ¡Están, por lo demás, tan decepcionados de tantos cambios que nada cambiaron! «Han visto ya –diagnostica Guitton– que ni el superarmamento atómico ni el supererotismo podrán mantener por mucho tiempo el ritmo de crecimiento actual y que acabarán por poner en evidencia, con esa claridad que proporciona el abismo, la urgente necesidad de elegir entre el ser y la nada, la necesidad de apostar entre un agotarse a través del sexo y de la droga y un verdadero redescubrimiento del amor».

El diagnóstico me parece absolutamente certero y creo que hay que tomarlo, además, por donde más quema. En el siglo XIX pudieron ilusionarse con la escapatoria de creer en el crecimiento indefinido del progreso. En las décadas pasadas se creyó en las revoluciones y en la política. Pero hoy, ¿quién cree que todo eso pueda hacer algo más que poner leves parches o trasladar la inquietud de unas personas a otras o de unos temas a otros? El mismo progreso económico barre la angustia por muy poco tiempo, la aleja del estómago y la traslada al corazón. ¡Y qué poco revolucionarias son las revoluciones! La tortilla de un mundo envenenado no pierde su veneno por muchas vueltas que se le den. Cambian, tal vez, los nombres y apellidos de ambiciosos y poderosos, pero no se ve que decrezcan ni la ambición ni las ansias de dominio. Avanza, tal vez, la medicina de los cuerpos, pero parece que, en la misma medida, se multiplicasen los dolores morales, las traiciones, las almas sin amor, las soledades.

¿Dónde ir? ¿Hacia qué puertos navegar? Los creyentes pensamos, al llegar aquí, que esa misma inquietud la sentía hace ya muchos siglos san Agustín y que ya él señaló la puerta de salida y descanso: «Tarde te conocí, Señor. Nos hiciste, Señor, para Ti e inquieto estuvo mi corazón hasta descansar en Ti».

Pero yo voy a usar aquí la palabra «amor» para que sirva también mi respuesta para quienes no tienen la fortuna de creer (aunque sé que para los creyentes las palabras «amor» y «Jesús» son sinónimas). Y responder que, sin despreciar ni los cambios sociales ni los cambios de estructuras, al final en la única revolución en la que creo en serio es en el redescubrimiento del amor.

Para mí la única puerta de salida a la inquietud es la creación de la pequeña fraternidad, amar a tres o cuatro personas, ser querido por tres o cuatro amigos, luchar porque sean felices esos pocos que nos rodean en la casa, en el vecindario, en la oficina; apretarnos en la amistad como lo hacen los amantes en las noches de frío, reunirnos al fuego de las pocas certezas que nos quedan, aceptar que en los tiempo oscuros es mejor sonreír que gritar, descubrir que la peor de las carreras de armamentos es la que se produce en la fábrica interior de nuestro organismo. Confiar en que el amor crecerá, ya que no como una gran riada, sí, al menos, como una mancha de aceite en torno a cada uno de nosotros.

Ya sé que estoy proponiendo una minirrevolución. Pero siempre la preferiré a una revolución soñada., Y, en todo caso, estoy seguro de que la que propongo no lleva tras de sí un rastro de sangre.