Sin prisas

Autor: Javier Menéndez Ros / Toulousse

 

 

Antes que nada, una advertencia: si tienes prisa no leas lo que sigue y déjalo para cuando tengas un rato tranquilo. Si, por el contrario, crees que puedes leer con tranquilidad estas dos páginas, entonces adelante.

De vez en cuando me sorprendo a mí mismo preguntándome por qué voy apresurado a todos lados y por qué a menudo meto tanta prisa a la gente que me rodea. Desde que me levanto hasta que vuelvo a casa después del trabajo parece que todo ha de ser una carrera contra reloj. El tiempo lo tengo ya calculado para que no sobre ni un minuto, y si, por el contrario, se produce algún retraso, entonces más prisa aún hay que darse.

Hay que conducir de prisa; el tren, el metro o el autobús no van todo lo rápido que me gustaría; ando por la calle dando pasos rápidos y miro con desagrado a quien osa adelantarme. Cuando vivía en Holanda eso me pasaba más a menudo pues especialmente las holandesas de tamaño ciclópeo me pasaban andando con sus grandes zancadas sin despeinarse ni un pelo, y cuando iba en bici era mucho peor, pues hasta las abuelitas holandesas me adelantaban como si nada, con su ritmo cadencioso, pese a mis intentos de acelerar. ¡Aquello era intolerable!

Por la calle tengo que ir rápido, no importa si voy o vuelvo del trabajo, si mi jefe es o no uno de esos que continuamente demanda mi presencia; pero da igual, ahí estoy yo, viendo cómo la vida, los escaparates de las tiendas, los árboles y las personas pasan a toda velocidad.

En la oficina estás perdido si eres lento y no andas por el medio de los pasillos, con paso firme y con cara de estresado. La empresa busca gente de acción; si piensas, parece que estás perdiendo el tiempo. 

Pues yo me he hartado ya de tanto correr y decidí el otro día pararme de golpe en la calle, aunque lamentablemente no se me encendieron las luces del freno y una señora casi se estampa conmigo. 

Después de eso, me eché a un lado para no entorpecer el ritmo de los apresurados y llegué la sabia conclusión de que algo estaba fallando en mi forma de vida. Y así, fruto de aquel instante y tras unas tranquilas meditaciones, me he puesto unos firmes propósitos que aquí relaciono, por si a alguno le fuesen de utilidad:

- Me levantaré unos minutos antes para no ir con el tiempo justo desde el principio.
- Desayunaré con tranquilidad, disfrutando de un buen café y de lo que caiga.
- Me tomaré el mejor momento del día para hacer silencio en mi interior y escuchar la voz de Dios.
- Conduciré despacio, no porque me vayan a quitar puntos del carnet o porque me pilla el radar sino porque es más seguro y porque, sencillamente, no tengo prisa.
- Aceptaré sin quejarme el ritmo del transporte público, sea el que sea ese día.
- Andaré tranquilamente, aunque me piten con sus miradas otros viandantes; me fijaré en lo que vea y en lo que no vea a mi alrededor, disfrutaré de lo que oiga y de lo que sienta. Notaré el sol cuando me ilumine, el viento cuando pase a mi lado o la lluvia cuando me moje.
- Intentaré leer los correos electrónicos todos enteros, queriendo entender al que escribe y poniéndome en sus circustancias.
- Abriré el libro que estoy leyendo (los libros también existen para algo más que decorar en una librería) y saborearé las palabras del escritor sin querer consumirlas en una lectura rápida.
- Escucharé a quien me hable, dedicándole toda mi atención, desterrando otros pensamientos paralelos.
- Miraré a los ojos sin juzgar, sin presionar, sin violentar, simplemente queriendo que la comunicación fluya sin prisas
- Hablaré despacio, habiendo pensado antes lo que voy a decir.

Y ahora que he escrito estás líneas sin prisas, voy a cerrar los ojos despacio (e invito también al lector a que así lo haga), sintiendo mi respiración, notando el ritmo acompasado del corazón. Y así, con tranquilidad, voy a dormirme y soñaré que he encontrado la paz y que va a ser ella mi compañera diaria que quiero sentir y poder brindarla a los demás.



Fuente: elobservadorenlinea.com