Calor en el corazón

Autor: Scott Gross


Era una mañana de intenso frío en Denver. El tiempo, imprevisible. 

Primero, una ola más cálida dio a la nieve oportunidad de fundirse y correr, para desaparecer en las bocas de tormenta o escurrirse en silencio junto a las aceras, a través de los patios y bajo los cercos, hasta completar su desaparición en las zonas bajas. Después volvió el frío, multiplicado, trayendo una nueva capa de blanca precipitación que congeló cuanto  restaba del previo ataque invernal, y lo escondió hasta convertirlo en una trampa helada para los transeúntes.

Era un día ideal para quedarse en casa, estar resfriado y esperar que mamá nos trajera un tazón de sopa. Para escuchar las noticias en la radio e imaginarse bloqueado por la nieve sin demasiados inconvenientes. Así habría debido ser.

Yo tenia que hablar en el Centro de Congresos de Denver, ante unas doscientas personas que, como yo, habrían querido estar en casa. En cambio estábamos allí, reunidos en el Centro de Congresos, sin poder hacer nada por el clima salvo hablar de él.

Necesitaba una pila para mi micrófono portátil. Mal momento para caer en la
pereza: no había traído repuesto. Como no tenia alternativa, decidí afrontar
al viento, con la cabeza baja, levantando el cuello y chapaleando con mis
zapatos de vestir, demasiado delgados.

A la vuelta de la esquina descubrí un anuncio indicando que a corta distancia había un quiosco. Si apuraba el paso a trancos más largos, tal vez habría podido llegar hasta la puerta y refugiarme del viento sin inhalar mucho ese aire que quemaba los pulmones. A los habitantes de Denver les gusta bromear con los de afuera diciéndoles que, en su ciudad, el frió del invierno es agradable.

En el interior del almacén había solo dos personas; una detrás del mostrador, con un distintivo que decía Roberta. A juzgar por su aspecto, ésta habría preferido estar en su casa, llevando a su hijito sopa caliente y palabras reconfortantes, en vez de malgastar el día atendiendo una avanzada comercial en el centro de Denver, casi desierto.

Debía ser una especie de faro, un refugio para los pocos necios que se arriesgaban a salir con ese frío.

El otro refugiado era un caballero alto, ya entrado en años, que parecía cómodo en ese ambiente. No aparentaba tener prisa por volver a cruzar el umbral y encontrarse de nuevo a merced del viento en esas aceras cubiertas de hielo. No pude menos que preguntarme si el anciano habría perdido el camino o el seso.

Había que estar chiflado para salir a revolver la mercadería de un supermercado un día como ese. 

Pero no tenia tiempo para ocuparme de un viejo que había perdido el juicio.

Necesitaba una batería: dos centenares de personas importantes, que tenían
otras cosas que hacer en la vida, esperaban mi regreso al Centro de Convenciones. Nosotros teníamos un propósito.

De alguna manera el viejo se las arregló para llegar al mostrador antes que
yo. Roberta sonrió. Él no dijo una palabra. Ella tomó los escasos artículos
de la compra e ingresó los importes en la registradora. El viejo se había
arrastrado por las calles de Denver por un miserable panecillo y una banana
¡Craso error!

Un hombre en sus cabales habría postergado el panecillo y la banana hasta la
primavera, para disfrutar la ocasión de vagar por las calles vueltas a la
normalidad. Pero ese tipo no. Él había lanzado su viejo esqueleto al frío como si no hubiera un mañana.

Y tal vez no había un mañana. Después de todo era bastante anciano.

Cuando Roberta hubo calculado el total, una vieja mano cansada se hundió en
el bolsillo del gabán.
- Vamos- pensé- ¡Tú tendrás todo el día, pero yo tengo que hacer!.
Como un garfio, la mano rescató un monedero tan vetusto como su dueño. 
Unas pocas monedas y un billete arrugado cayeron sobre el mostrador. Roberta 
lo manejó como si se tratara de un tesoro.

Ya depositada la escasa compra en una bolsa de plástico, sucedió algo extraordinario. Aunque su dueño no había dicho palabra, una vieja mano cansada se alargó lentamente sobre el mostrador, tembló por un momento antes
de aquietarse.

Roberta abrió las asas de plástico de la bolsa y las deslizó suavemente por
las muñecas del hombre. Los dedos pendían en el aire, torcidos y moteados
con manchas de la vejez.

Roberta ensanchó su sonrisa. Recogió la otra mano fatigada y las sostuvo a
ambas junto a su cara morena. Las calentó. Por encima y por debajo. Luego, por ambos lados.

Después alargó la mano para tironear de la bufanda, que se estaba descolgando de los hombros anchos, aunque encorvados, y la ciñó al cuello.

Él seguía sin pronunciar palabra. Parecía querer grabar ese momento en su
memoria. Tenia que durarle hasta la mañana siguiente, en que volvería arrastrar los pies por la calle helada.

Roberta abrochó un botón que había eludido las maniobras de esa manos viejas. Luego lo miró a los ojos, y sacudiendo un delgado índice, fingió un regaño:
- Bueno, señor Johnson, quiero que tenga mucho cuidado. Hizo una breve
pausa para mayor énfasis y añadió con sinceridad: - Necesito verlo mañana aquí.

Las últimas palabras resonaron como una orden en los oídos del anciano.

Después de una breve duda, giró sobre sus talones y, arrastrando a duras penas un pie delante del otro, salió lentamente a la helada mañana de Denver.

Entonces me di cuenta de que no había venido en busca de una banana y un
panecillo, sino de calor. Para el corazón.
- Vaya Roberta- dije-. Eso sí que es atender bien al cliente. ¿Era tu tío, tu vecino, alguien especial?
Casi la ofendió que yo pensara que ella sólo era capaz de brindar tan maravilloso servicio a personas especiales. Por lo visto, para Roberta todo el mundo es especial.