El descendimiento

Autor: Adolfo de la Fuente

 

Al pie de cruz infame consagrada
por la muerte del justo, en la amargura
de su intenso dolor enajenada,
está la Madre entre las madres pura.

Se sienta a recibir en su regazo
aquel cuerpo querido, hora maltrecho,
dispuesta a unir con amoroso abrazo
los restos fríos a su ardiente pecho;

a lavar con el agua de sus ojos
la sangre seca en las divinas sienes,
que son aquellos míseros despojos
el solo bien de sus terrenos bienes.

De sus amigos el piadoso empeño
sigue con triste afán y amarga pena,
y cada golpe sobre el tosco leño
cruel en su pecho maternal resuena.

En la onda acerba del dolor sumida,
sólo responde a su dolor su mente,
y juzga causa de otra cruenta herida
el golpe amigo que angustiada siente.

Recibe al fin el cuerpo macilento
sobre el dulce regazo de su falda,
y al querer animarle con su aliento
aquella fría piel su labio escalda.

Ayes de íntimo afán y de terneza
su voz dirige al que era su embeleso,
y cree aplicar en la gentil cabeza
bálsamo a sus heridas con un beso.

El Verbo creador contempla inerte,
la luz de luz suprema ya extinguida,
victoriosa pasar la fría muerte
sobre Aquél que a los muertos diera vida.

La tersa frente, del Eterno espejo,
con tez marchita, sin color ni brillo:
la pupila, que fue de Dios reflejo,
sin luz presenta el irradiante anillo.

Aquél su Hijo y a la par su Esposo,
aquél el Padre que encarnó su vida,
el que en su seno virginal glorioso
el germen puso a salvadora egida.

Su amor, su ser, su vida en Éste encierra,
y triste exclama ante su cuerpo frío:
«Mirad, oh caminantes, si en la tierra
hay un dolor que iguale al dolor mío».