El dolor es un misterio

Autor: José Luis Martín Descalzo

Enviado por: Sergio Irizarry

 

Si, el dolor es un misterio. Hay que acercarse a él de puntillas y sabiendo que, después de muchas palabras, el misterio seguirá estando ahí hasta que el mundo acabe. Tenemos que acercarnos con delicadeza, como un cirujano ante una herida. Y con realismo, sin que bellas consideraciones poéticas nos impidan ver su tremenda realidad.

La primera consideración que yo haría es la de la «cantidad» de dolor que hay en el mundo. Después de tantos siglos de ciencia, el hombre apenas ha logrado disminuir en unos pocos centímetros las montañas del dolor. Y en muchos aspectos la cantidad del dolor aumenta. Se preguntaba Péguy: ¿Creemos acaso que la Humanidad esta sufriendo cada vez menos? ¿Creéis que el padre que ve a su hijo enfermo hoy sufre menos que otro padre del siglo XVI? ¿Creéis que los hombres se van haciendo menos viejos que hace cuatro siglos? ¿Que la Humanidad tiene ahora menos capacidad para ser desgraciada?


Los medios de comunicación nos hacen comprender mejor el tamaño de esa montaña del dolor. El hombre del siglo XIV conocía el dolor de sus doscientos o de sus diez mil convecinos, pero no tenía ni idea de lo que se sufría en la nación vecina o en otros continentes. Hoy, afortunada o desgraciadamente, nos han abierto los ojos y sabemos el número de muertos o asesinados que hubo ayer. Sabemos que 40 millones de personas mueren de hambre al año. Y hoy se lucha más que nunca contra el dolor y la enfermedad... Pero no parece que la gran montaña del dolor disminuya. Cuando hemos derrotado una enfermedad, aparecen otras nuevas que ni sospechábamos (cómo olvidar el SIDA?) que toman el puesto de las derrotadas. En la España de hoy, y a esta misma hora, hay tres millones de españoles enfermos. Y diez millones pasan cada año por dolencias más o menos graves. Pero el resto de sus compatriotas (y de sus familiares) prefiere vivir como si estos enfermos no existieran. Se dedican a vivir sus vidas y piensan que ya se plantearán el problema cuando «les toque» a ellos.

Sabemos muy poco del dolor y menos aún de su porqué. ¿Por qué, si Dios es bueno, acepta que un muchacho se mate la víspera de su boda, dejando destruidos a los suyos? ¿Por qué sufren los niños inocentes? Nosotros, cristianos, debemos ser prudentes al responder a estas preguntas que destrozan el alma de media Humanidad. ¿Quién ignora que muchas crisis de fe se producen al encontrarse con el topetazo del dolor o de la muerte? ¿Cuántos millares de personas se vuelven hoy a Dios para gritarle por qué ha tolerado el dolor o la muerte de un ser querido?

Dar explicaciones a medias es contraproducente y sería preferible que, ante estos porqués, los cristianos empezásemos por confesar lo que decía Juan Pablo II en su encíclica sobre el dolor: El sentido del sufrimiento es un misterio, pues somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones. Algunas respuestas pueden aclarar algo el problema y debemos usarlas, pero sabiendo siempre que nunca explicaremos el dolor de los inocentes.

Dedicarse a combatir el dolor es más importante y urgente que dedicarse a hacer teorías y responder porqués.

Hemos gastado más tiempo en preguntarnos por qué sufrimos que en combatir el sufrimiento. Por eso, ¡benditos los médicos, las enfermeras, cuantos se dedican a curar cuerpos o almas, cuantos luchan por disminuir el dolor en nuestro mundo!

El dolor es una herencia de todos los humanos, sin excepción. Un gran peligro del sufrimiento es que empieza convenciéndonos de que nosotros somos los únicos que sufrimos en el mundo o los que más sufrimos. Una de las caras más negras del dolor es que tiende a convertirnos en egoístas, que nos incita a mirar sólo hacia nosotros. Un dolor de muelas nos hace creemos la víctima número uno del mundo. Si en un telediario nos muestran miles de muertos, pensamos en ellos durante dos minutos; si nos duele el dedo meñique gastamos un día en autocompadecemos. Tendríamos que empezar por el descubrimiento del dolor de los demás para medir y situar el nuestro.

Es la humilde aceptación de que el hombre, todo hombre, es un ser incompleto y mutilado. Es el descubrimiento de que se puede ser feliz a pesar del dolor, pero es imposible vivir toda una vida sin él. El mayor descubrimiento, el que más me ha tranquilizado como hombre ha sido precisamente este sano realismo. Tratar de no mitificar mi enfermedad, no volverme contra Dios y contra la vida, como si yo fuera una víctima excepcional. Desde el primer momento me planteé la obligación de pensar que «yo no era un enfermo», sino «un señor que tiene un problema» como «todos» tienen sus problemas.

Cuando vas conociendo a los hombres, descubres que «todos» son mutilados de algo. Así pensé que a mí me faltaban los riñones o me sobraba un cáncer, pero que a los demás o les faltaba un brazo, o no tenían trabajo, o tenían un amor no correspondido, o un hijo muerto. Todos. ¿Qué derecho tenía yo, entonces, a quejarme de mis carencias, como si fueran las únicas del mundo? Sentirme especialmente desgraciado me parecía ingenuo y, sobre todo, indigno.