El secreto de la felicidad
Autor: Antonio Orozco-Delclós




¡Feliz Año Nuevo! Lo hemos oído mil veces. Es el deseo sincero y unánime en la inminencia y entrada del nuevo año. Pero ¿qué es un deseo? Casi siempre una esperanza vana, sin fundamento sólido. ¿Alguien tiene el secreto de la felicidad? ¿Sonaría a petulacia decir «nosotros»? Sonaría. A pesar de todo, lo decimos.

«El cristiano posee el secreto, conoce el camino para alcanzar la felicidad», afirma sin dudarlo el ViceCristo en la tierra. (1). Toda la obra del Redentor -a quien, conmovidos, hemos contemplado sonriente entre los brazos de su Madre Virgen, en la gruta de Belén-, así como cada de sus palabras y gestos, son parte integrante del gran secreto. En la víspera de su Pasión, Jesús exclamará: «digo estas cosas en el mundo para que tengan mi gozo completo en ellos mismos» (2). Él, perfecto Dios y perfecto hombre, es la plenitud de la alegría. El Verbo se ha humanado para compartir con nosotros su felicidad eterna, inmensa y sin sombras.

Todo ser humano, desea irresistiblemente ser feliz. Es natural. «¿Para qué nos ha creado Dios?», se pregunta Juan Pablo II. La respuesta, dice, «es absolutamente segura: Dios ha creado al hombre para hacerlo partícipe de su felicidad» (3). ¿Y el camino?. «Yo soy el Camino»(4), afirma Cristo. Principia en el heno de un pesebre y transita por el madero de un patíbulo. ¿Qué tiene que ver la felicidad con un sendero semejante? Senda ardua, trabajo duro y silencioso, servicio a los demás, sacrificio… ¿Esto es el camino de la felicidad? ¿No la buscan las gentes por veredas bien distintas? Cierto, y por ello es que no alcanzan su objetivo. Cuando la felicidad se busca en los bienes de afuera, el hombre desespera de ser feliz, se hunde en una suerte de melancolía casi infinita. Ahí sólo cabe hallar destellos fugaces: «aún no empieza el placer y ya se termina» (5); el sentimiento de frustración es inevitable.

Por eso quizá, decía Paul Claudel, «no hay nada para lo que el hombre sirva menos que para la felicidad; nada que tan deprisa le canse». Sin embargo, añade, «en el hombre hay una necesidad espantosa de felicidad y es preciso que se le dé su alimento, pues de lo contrario acabará devorándolo todo». Sí, es preciso proclamar el secreto de la felicidad. Los cristianos, sin mérito personal, lo tenemos.

La felicidad es una cierta plenitud. ¿Plenitud de qué? ¡De vida! ¿De qué género de vida? Ante todo, de la vida que nos da el «ser personas» sin lo cual ni siquiera podríamos desear la felicidad. Si la deseamos de un modo insaciable es porque la dimensión espiritual de nuestro ser –irreductible a materia o vida sensitiva- se encuentra en tensión al Infinito: Verdad, Bondad, Belleza, Sabiduría, Libertad, Amor infinitos. Lo primero que es preciso plenificar, pues, en la vida humana es el entendimiento, facultad espiritual creada para la verdad. En el error, o sólo en posesión de «pequeñas verdades» (las del micro o macrocosmos), no se puede ser feliz. Es preciso nutrir el espíritu con el conocimiento de aquella gran Verdad, que no es «algo», sino «Alguien»: «Yo soy la Verdad» (6). Como éstas no son palabras de un loco, han de ser de Dios. No hay felicidad humana sin el conocimiento personal de Dios, manifestado en Cristo. Es necesario el estudio de Cristo, aprender a Cristo, tratarle en la oración –a todas horas- y en los sacramentos.

Después del entendimiento, enseguida hay que ocuparse de la otra facultad espiritual, la voluntad, esa capacidad prodigiosa de amar siempre más. No le bastan los «amores pequeños», y los mezquinos le enervan. Aspira al gran Amor sin traición y sin final que –en términos de san Josemaría- «sacia sin saciar». El corazón humano no es feliz hasta tanto no se encuentra lleno del Amor inmenso de Dios, es decir, el Amor en Persona, no se derrama en él (8).

Resulta indispensable para ser felices la posesión del Espíritu Santo, Espíritu de la verdad, que guía hasta la verdad plena y hace brotar en el alma santificada por su gracia, sabrosísimos frutos: alegría y paz que el universo no puede dar. Pues bien, «el Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos» (9). La felicidad, la alegría, no se encuentra sola, aislada: es el fruto íntimo del amor, su pulpa sabrosa; y no cabe disfrutarla si no es en el amor, el gran y definitivo amor, fruto que en la tierra sólo en un árbol madura: el de la Cruz gloriosa de Cristo resucitado. No es tan raro esto, no es ininteligible. Preguntad a las madres, interrogad a los enamorados y os dirán cosas, que han hecho gozosamente, por sus amores, cosas que «desde fuera» lo llamaríamos «cruces». Además, sabiendo un poco, aunque sólo sea un poco, de «las cosas que Dios tiene preparadas para los que le aman» (10), ya se pregustan aquí, se anticipa la felicidad eterna. Las personas vivimos más del futuro que del pasado y del presente. De lo contrario, el diagnóstico no podría ser otro que profunda decrepitud del espíritu; encefalograma espiritual plano.

Al desearos un feliz Año Nuevo, pido a la Madre de Dios y Madre nuestra que os abracéis, como Ella, con todas las fuerzas, a la Santa Cruz: que pongáis los medios oportunos para conocer más a su Hijo, y al Padre y al Espíritu Santo. De tal conocimiento brotará un primer amor que irá in crescendo, al compás del paso firme y gozoso, sin desmayos, por el Camino Cristo. La Cruz: única llave que abre la puerta estrecha de la felicidad inmensa y sin sombras de la bienaventuranza eterna, incoada ya en la tierra por el Amor derramado en nuestros corazones. ¡Feliz Año Nuevo!.