Engendrar con el alma

Autor: Padre Martín Descalzo

Libro: Razones para el amor

 

El abad de un monasterio cisterciense recibió hace años a un curioso visitante que venía a plantearle un problema en el que jamás hubiera podido pensar el monje. Era un honorable caballero chino --el señor Wang- que con el tono más mesurado del mundo le dijo:

«Admiro el cristianismo, y ni mi mujer ni yo tuvimos el más mínimo inconveniente en que nuestro hijo ingresara en la Iglesia y siguiera la ley de amor de Jesucristo, del mismo modo que nosotros hacemos todo lo posible por vivir según las reglas dictadas por Confucio. Pero cuando nuestro hijo se hizo monje nos causó un gran dolor. Ya sabe usted que, para nosotros, la perpetuación de la familia es una ley absoluta para la pervivencia.

Al comprender mi mujer que su hijo único renunciaba al matrimonio y que, por consiguiente, no perpetuaría la familia, empezó a languidecer atormentada por su dolorido corazón. Y lo más grave es que su alma no podrá encontrar la paz hasta que no tenga un nieto.»

El señor Wang decía todo esto con un tono muy sencillo, y eso hacia más impresionante sus palabras. Luego prosiguió con la misma naturalidad:

«Sólo hay un medio para devolver la paz y la calma al alma de mi mujer, y ese medio es que se permita a nuestro hijo abandonar el monasterio por un tiempo, se case, engendre un hijo de su mujer, de suerte que el alma de su madre conozca el sosiego y la paz. Luego, puede regresar al monasterio. Esto ha de ser posible.»

El abad cisterciense contaría después cómo se había quedado atónito, porque entendía la gravedad y la sinceridad de aquel dolor humano, porque comprendía lo difícil -lo imposible- que resultaba explicar a aquel hombre o a su esposa el valor de la virginidad libremente elegida por su hijo, pero ininteligible para quienes no eran cristianos.

Recuerdo aún lo que a mí me impresionó esta historia --que cuenta Van der Meer en uno de sus libros- cuando la leí, siendo yo aún seminarista. Me acercaba yo por entonces al sacerdocio y comenzaba a gravitar sobre todos nosotros el tema del celibato, que -todo ha de decirse- asumíamos en mi época con naturalidad y sin los dramatismos con que ahora algunos lo rodean. Era, sin embargo, un problema serio y ante el que había que tomar opciones decisivas. Para nosotros -hombres, al cabo, occidentales- no tener descendencia carecía de las connotaciones de supervivencia que puede tener para un oriental. Nuestra felicidad eterna, desde luego, no dependía de nuestro árbol genealógico. Pero, evidentemente, de algo muy serio te mutilabas renunciando a los hijos.

Los muy jóvenes -como yo era entonces- no experimentábamos muy vivo en aquel tiempo el afán de fecundidad física. Algún otro compañero -que, vocación tardía, se ordenaba con más años- nos transmitía a veces su preocupación.

Como cuando nos leyó, en vísperas del subdiaconado, aquel tremendo poema en el que contaba que, en las noches, soñaba o sentía que sus posibles-futuros-hijos arañaban la puerta de su alma gritándole: «Papá, no nos abandones.»

Fue este poema lo que por primera vez me hizo pensar en los hijos que yo nunca tendría. Un hombre -dicen- se realiza plantando un árbol, escribiendo un libro y teniendo un hijo. ¿Sería yo entonces un perpetuo mutilado? Cuando yo me muriera, ¿me moriría del todo? ¿Nada de mi sangre quedaría en la tierra? A veces, en aquel tiempo, lo confieso, cuando me topaba algún grupo de niños por la calle, me quedaba como atontado, mirando al vacío. Sí, en el futuro todos me llamarían «padre», pero yo no lo sería. Jamás un "hijo mío saltaría sobre mi cama llevándome las zapatillas calientes. Eran ideas que más de una vez me llenaban de melancolía.

Por aquellas fechas -Dios es bueno-, la Comedia Francesa representó para Pío XII La anunciación a María, de Paul Claudel, y desde el escenario me llegó la respuesta. ¿No conocéis esa obra milagrosa? Os la cuento muy brevemente.

Es la historia de una muchacha feliz, Violeta -ojos azules, pelo rubio, voz prodigiosamente blanca-, que vive un sueño de amor con su prometido, Santiago. En la historia de Violeta hay un solo recuerdo amargo: Pedro de Craón -un constructor de catedrales, porque la obra ocurre en la Edad Media- ha querido violarla siendo niña, y aunque ella se ha resistido, el dolor ha quedado dentro de la muchacha.

Y cuando está olvidándolo y a punto de casarse con Santiago, regresa, como un huido, Pedro, que ha contraído la lepra y es rehuido por todos. Y Violeta, en un arranque de caridad y como signo de perdón, le saluda con un beso en la frente.

Mara, la hermana envidiosa y enamorada también ella de Santiago, correrá para contar que ha visto a Violeta «besándose» con Pedro. Y aun cuando éste no quiere creerlo, la prueba está ahí: también Violeta ha quedado contagiada por la lepra. Tendrá que dejar su amor y recluirse en una gruta en la montaña como los leprosos de la época hacían.

Han pasado los años. Violeta es ya un cadáver viviente. La lepra ha comido hasta sus preciosos ojos azules. Está ciega. Mara, mientras tanto, se ha casado con Santiago y tienen una niña, una preciosa pequeña de ojos negros a la que llaman Albana.

Y un día -ausente Santiago- Mara encuentra muerta a su hija. Es el día de Navidad. Corre entonces a la montaña para pedir, para exigir a su hermana que resucite a su hija: ¿para qué sirve toda su santidad si no es capaz de hacer un milagro?
Violeta, a la fuerza, toma el cadáver de la pequeña en sus brazos, lo cubre con su manto andrajoso. Suenan las campanas de la Navidad. De un convento cercano llega el canto de unas monjas: «Puer natus est nobis» (un niño nos ha nacido). Todo huele a Belén y a nacimiento. Y en las manos de Violeta algo se mueve, bajo el manto.

Cuando Mara recupera el cuerpo -ya vivo- de su hija, descubre que los milagros son dos: su hija ha resucitado, pero lo ha hecho con los ojos azules. Porque ahora la verdadera madre de su alma no es ya ella, sino Violeta, que ha sido, así, fecunda con su corazón.

Recuerdo que -después de ver la obra- salí por las calles de Roma como borracho. Era como si acabasen de contarme, en las tablas, mi vida. La vida de millares y millares de sacerdotes y religiosas, de seres humanos que aceptan libremente una «lepra» y apuestan, con ello, por una cierta soledad.

Dios es contagioso, por fortuna. Y hay ciertas apuestas por él
que llevan consigo zonas de renuncia. De renuncia, por ejemplo, a la paternidad física. Pero no a la fecundidad.

Aquella noche me juré a mi mismo que por nada del mundo aceptaría la infecundidad. Que era para mi imprescindible dejar una huella de mi paso por la vida. Que tendría que compensar la falta de hijos de mi carne con una lucha por engendrar hijos de mi alma. Que yo podía ser célibe, pero no estéril; sin descendencia, pero no infecundo.

La primera ley de la existencia humana me parece esa de que nuestra vida sirva para algo o, mejor, para alguien. Ayudar a alguien, animar a alguien, amar a alguien, iluminar a alguien, engendrar a alguien. No sólo a mi mismo. Yo no puedo haber nacido para cultivar sólo mi hermosa cabecita.

Y ya sé que engendrar almas es mucho más difícil que dar a luz cuerpos. Sé que, en rigor, sólo llegan a engendrarse «trocitos» de almas, porque, en definitiva, cada uno es dueño de la propia.
Pero qué buen oficio dar un poco de luz, unas gotas de alegría, un ramalazo de esperanza, un respiro de fe. ¡Dios santo. qué milagro sería si, cuando resucitemos al otro lado, me encuentro con alguien que tenga el alma del color de la mía.