En medio de la calle

Autor: Michel Quoist

 

 

Haciendo eses en medio de la calle iba cantando a gritos con su voz de borracho empedernido.
La gente se volvía, se detenía, se divertía.
Un agente llegó hasta él de puntillas, por la espalda. Lo tomó brutalmente por los hombros y lo llevó al calabozo.
El iba aún cantando. La gente aún reía.

Yo no reí.
Pensaba, Señor, en esa esposa que inútilmente esperará esta noche, pensaba en todos los borrachos de la ciudad los de las tabernas y los bares los de los salones y los quioscos.

Yo pensaba en su vuelta a sus casas por las noches, en los niños asustados en la cartera vacía en los golpes, en los gritos, en los llantos.
En los niños nacidos de abrazos entre eructos.

Ahora, Señor, Tú has extendido tu noche sobre esta ciudad y, mientras se
urden y entrelazan estos dramas, los hombres que han fabricado ese alcohol, los que lo embotellaron, los que lo vendieron, dormirán tan tranquilos.

Yo pienso en todos ellos y me dan pena, ellos han fabricado y vendido la
miseria, ellos han fabricado y vendido el pecado.

Pienso también en tantos que trabajan para la destrucción y no para
construir, para ensuciar y no para ennoblecer, para embrutecer y no para aclarar, para envilecer y no para engrandecer.

Pienso sobre todo, Señor, en la multitud de hombres que trabaja para la
guerra, en los que para alimentar a su familia deben trabajar para destruir a otros, en los que para vivir deben fabricar muerte.

Yo no te pido, Señor, que los saques de su horrible tarea, lo que es
imposible.

Pero haz, Señor, que lo piensen un poco, que no duerman tranquilos, que
luchen contra el desorden en el mundo, que sean un fermento, que sean
redentores.

Oh, señor, por todos los heridos del alma y del cuerpo, victimas del trabajo de sus hermanos, por todos los muertos cuyas muertes fabricaron conscientemente otros hombres, por este borracho, payaso grotesco en medio de la calle, por la humillación y las lágrimas de su esposa, por el miedo y los gritos de sus niños, por todo eso, señor, ten piedad de mí que tantas veces me duermo, ten piedad de los infelices que, a ciegas, son cómplices de un mundo en el que los hermanos se asesinan para ganarse el pan.
Amén.