Juzgados en el amor

Autor: Padre Eusebio Gómez Navarro OCD 

 

 

El amor es el único mandamiento que tenemos los cristianos, lo más importante. Carlos Carreto cuenta: “Una tarde encontré en el desierto a un anciano que temblaba de frío. Parece extraño hablar de frío en el desierto, pero era así, tanto que la definición del Sahara es: País frío donde hace mucho calor cuando hay sol.

El sol se había puesto y el anciano temblaba. Yo tenía dos mantas, las mías. Dárselas quería decir que sería yo el que temblaría. Tuve miedo y me quedé con las dos mantas para mí.

Durante la noche no temblé de frío, pero al día siguiente temblé por el juicio de Dios. Efectivamente, soñé que había muerto en un accidente, aplastado por una roca, al pie de la cual había quedado dormido.

Con el cuerpo inmovilizado, pero con el alma viva –y qué viva estaba– fui juzgado. La materia del juicio fueron las dos mantas. Fui juzgado inmaduro para el Reino de los cielos. Yo, que había negado una manta a mi hermano por miedo al frío de la noche, había faltado al mandamiento de Dios: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. En realidad, había amado a mi piel más que a la suya”.

            Carreto, discípulo de Jesús, había fallado en el mandamiento principal. Estaba unido a Jesús, se había hecho pequeño como él, pero ante el frío se olvidó del otro.

Estar unido a Dios exige estar en comunión con los hermanos. Esto ha estado claro en toda la historia de la Iglesia. “Los hermanos que venían de cualquier parte eran recibidos como miembros propios, eran enviados como amigos y recibidos por amigos. Ésta era antiguamente la gloria de la Iglesia: que de un término a otro del mundo con pequeños carnets, como un viático, los hermanos de cualquier Iglesia encontraban padres y hermanos” (San Basilio).

            Los santos han reconocido en el otro, especialmente en el pobre, al mismo Jesús. Gustavo Gutiérrez dice que “ser pobre es ser insignificante, ser anónimo en la historia”. “Ser cristiano y ver afligido a un hermano, sin llorar con él ni sentirse enfermo con él, es ser cristiano en pintura, es ser peor que las bestias” (San Vicente Paúl). Y el mismo santo que acudía prontamente ante las necesidades del otro, decía que “hay que atender a las necesidades de los pobres con más rapidez que cuando se corre a apagar el fuego”. Había una razón muy sencilla: para él “servir a los pobres es ir a Dios”.  “Defender la vida de los pobres es amor; defenderla aún a costa de la propia vida es amor en ultimidad” (J. Sobrino).

            “Sólo el amor distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo. Ya pueden santiguarse todos; ya pueden responder amén y cantar todos el aleluya; ya pueden bautizarse todos. En definitiva, sólo por la caridad se distinguen los hijos de Dios de los hijos del diablo… El que está bautizado, si no tiene caridad, no por eso deja de ser un desertor sin darse cuenta. Que tenga caridad o renuncie a decir que es hijo de Dios. Se dicen hijos de Dios, pero no lo son. ¿Para qué les sirve el nombre si no existe la realidad? Es lo mismo que llamarse médico y no saber curar, llamarse guardián y dormir toda la noche, decirse cristiano y no amar al prójimo” (San Agustín).

            El amor tiene que ser el distintivo de los discípulos de Jesús. El amor es lo más importante. Hemos nacido para amar, y al final seremos juzgados en el amor.