La casa bonita

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Aquel era un sábado como cualquier otro: el trajín de siempre: correr, comprar rápido y escapar del tumulto y el bullicio de la ciudad en un destartalado autobús... Me sentía cansada y ofuscada por el inmenso calor y toda 
la gente a mi alrededor transpiraba como si estuvieran sumergidos en un mar de sudor. 
Abordé el autobús y me senté en el primer asiento para refrescarme un poco con la brisa del camino. 

Todo transcurrió normalmente hasta que a mitad del camino una mujer abordó el autobús. Vestía harapos, estaba sucia y sostenía un bebé de meses en sus brazos
y a su lado llevaba un niño de no más de cuatro años. Ella se sentó a mi lado con el bebé, el otro niño se sentó en el asiento contiguo, al otro lado 
del pasillo. Observé aquella mujer discretamente era delgada y podría decirse que
había aún restos de juventud en su expresión; pude ver sus facciones: 
un rostro en el cual aún se vislumbraba unos rasgos bonitos, ojos claros, se notaba que aún era joven, sin embargo el peso del dolor podía verse a través de sus
arrugas prematuras. El niño mayor se veía saludable, vivaracho y muy simpático.


El viaje se convirtió en una “excursión de silencio” en cuanto la señora abordó el bus, todos los pasajeros la observaban con preocupación e incluso con cierto
desprecio e incomodidad por la suciedad de sus ropas. De pronto en medio del silencio una chispa de luz brilló en los ojos del niño, miró sonriente 
por la puerta del autobús y gritó: “¡Mire, Mami, qué casa tan bonita!”. Inconscientemente todos los pasajeros del autobús miramos hacia donde 
el niño señalaba y sólo había un pequeño rancho con unas pocas tablas, con hendijas por todas partes, sin piso y con unas latas herrumbradas y rotas por techo 
“¡ Mire, Mami, qué bonita y hasta tiene luz! ¡mire tiene un cable!” la mujer con ojos tristes le dijo”Si, hijo, si” y se volvió avergonzada hacia mí y se 
disculpó por su pobreza diciendo “No ve que como vivimos tan pobres y nos alumbramos con candelas, él todo lo ve bonito” e inclinó su rostro avergonzada. En 
aquel momento desee que el asiento del bus se abriera y me ocultara, ¡cómo podría quejarme yo después de esto!. 

Desee quitarme las pocas cosas valiosas que llevaba encima y dárselas para que
cubriera sus necesidades básicas. ¡Qué vergüenza! ¡Qué derecho tengo yo a “colgarme” adornos y alhajas de oro cuando otros no tienen con qué 
cubrir sus cuerpos del frío! 

En la siguiente parada la mujer bajó, pero todos en el autobús quedamos con el corazón estrujado y un inmenso nudo en la garganta. Y los que nos llamamos
“cristianos” con una sensación de culpa por no haber cumplido el mandato: “lo que a uno de éstos hiciereis, a Mi me lo hacéis”. 

Descubrí que la pobreza te hace apreciar y valorar muchas más cosas de las que a diario vemos y que la belleza esta donde la encuentres.