La hora de Dios

Autora: Miguel de Unamuno


Ya estás sola con Dios, alma afligida,
su silencio amoroso, que te escucha,
te dice: ¡Corazón, viértete todo,
vuelve a tu fuente!

¿Qué tienes que decirle? ¡Vamos, habla!
Confiésate, confiésale tu angustia,
dile el dolor de ser, ¡cosa terrible!,
siempre tú mismo.

¡Oh, Señor, mi Señor; no, nunca, nunca!
¿Qué es ante ti verdad? ¿Cómo saberlo?
¡Mejor que yo tú me conoces, sabes
tú mi congoja!

Si intentara mostrarte mis entrañas
mentiría, Señor, aun sin quererlo,
a tu silencio es el silencio sólo
debida ofrenda.

¡Soy culpable, Señor, no sé mi culpa;
soy miserable esclavo de mis obras;
no sé qué hacer de esta mi pobre vida;
tu voz espero!

¡Habla, Señor, rompa tu boca eterna
el sello del misterio con que callas,
dame una señal, Señor, dame la mano,
dime el camino!

Voy, perdido, Señor, ¿cómo encontrarte?
De tu mano el castigo es quien me enseña
que pequé, mas ¿en qué, dime en qué estriba,
Señor, mi culpa?

Soy culpable, lo sé, mas no conozco
la culpa que me aflige y a que debo
este castigo tuyo que bendigo
por ser mi vida.

Merezco este dolor que como Padre
me mandas como a un hijo a quien deseas
hacer con los dolores todo un hombre,
todo un hijo tuyo.

Acepto este dolor por merecido,
mi culpa reconozco, pero dime,
dime, Señor, Señor de vida y muerte,
¿cuál es mi culpa?

Sí, yo pequé, Señor, te lo confieso,
culpable tu castigo me revela,
mi vida sin sufrir ya no es mi vida,
mas..., ¿por qué sufro?

Sufro el castigo de mi culpa y callo,
pero mira, Señor, ve cómo lloro;
¡de conocer la culpa del castigo
dame el consuelo!

¡Es tu hora, Señor, sobre la frente
del mundo se levanta silenciosa
la estrella del Destino derramando
lumbre de vida!