La noche que cantaron los angeles

Autor: Lorraine Rose Siberi



¡Hola! Me llamo David. Viví hace mucho tiempo, en un país seco y polvoriento. Moraba en una casa de adobe con mis padres, que eran tejedores, y con mi hermano mayor, que les ayudaba.
 
      Mi familia atravesaba grandes dificultades. Una noche, mientras cenábamos, mi padre me dijo:
 
      —Hijo, sabes que estamos pasando por una situación muy difícil. El vecino se ofreció a darnos a fin de año una parte de la lana de sus ovejas. A cambio pide que se las vigiles de noche.
 
      Yo tenía siete años y acepté gustoso la invitación para ayudar a mi familia a salir de apuros. Así empezó mi labor de pastor.
 
      Muchas noches me sentaba en una colina, bien abrigado con prendas toscamente tejidas, ante la fogata que había encendido uno de los pastores mayores. Sentía la brisa acariciarme las mejillas. La mayoría de las noches transcurría sin novedad. A la larga nos dormíamos tranquilamente junto al fuego. Las ovejas se quedaban cerca de nosotros, en el pastizal. Algunas noches teníamos que espantar a lobos y chacales que se acercaban con sigilo al rebaño. De todos modos, nunca perdimos una sola oveja. Dios cuidó bien de nosotros y de las ovejas.
 
      Yo era el menor de todos los pastores. Al caer el sol, nos sentábamos alrededor de la fogata y entonábamos cantos tradicionales para alegrarnos. En esas ocasiones me divertía mucho. Un anciano pastor llamado Zacarías hablaba a veces con ilusión del Mesías prometido. Recuerdo que lo escuchaba con vivo interés. Le temblaba la voz cuando hablaba de Aquel que había de venir a traernos vida, amor y libertad. Él sería nuestro Pastor, nos cuidaría y llevaría nuevamente al redil todas las ovejas descarriadas.
 
      —Vendrá a dar buenas nuevas a los pobres, sanar a los quebrantados de corazón, pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos y poner en libertad a los oprimidos —afirmaba Zacarías—. ¡Cuánto anhelo ver ese día!
 
      La voz del viejo se iba apagando, pero sus palabras no dejaban de resonar en mis oídos. Pedí a Dios que yo también pudiera ver el día en que nuestro amoroso Salvador llegara a la Tierra.
 
      Una helada noche, varios meses después que empecé a trabajar de pastor, revolvimos las brasas de nuestra fogata, nos acurrucamos juntos y nos quedamos dormidos. Las ovejas ya estaban dormidas. Recuerdo que decía para mis adentros:       ¡Qué bella está la noche! ¡Cuántas estrellas! Se ven tan grandes y brillantes que da la impresión de que estirando la mano podría tocarlas!
 
      Me inundaron sueños de luz, de amor, de afecto. De pronto, desperté sobresaltado. Abrí los ojos y vi ante mí una luz deslumbrante pero que no lastimaba los ojos. Sobre nosotros un ser celestial se hallaba de pie, suspendido en el cielo. Su larga cabellera rubia ondeaba al viento. Al principio me dio miedo. Luego, todo temor desapareció cuando el apuesto ángel habló:
 
      —No temáis. He aquí os doy nuevas de gran gozo: Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre.
 
      Antes que llegara a comprender lo que el ángel acababa de decir, el cielo entero se iluminó. En frente de mí, ¡un increíble espectáculo de luz! Eran miles —no los podía contar, pero me parecieron miles— de ángeles majestuosos que entonaban: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!
 
      La música y los cantos se fundieron y llenaron los aires en una inigualable armonía. Nos quedamos sin habla. Los ojos se nos abrieron de par en par y el corazón nos rebosaba de alegría. ¡Estábamos suspensos!
 
      Poco a poco, las bellas y armoniosas voces de los ángeles se fueron apagando y perdiendo en la noche. Zacarías cayó entonces de rodillas y exclamó:
 
      —¡Vayamos, pues, a Belén, y busquemos al niño que será nuestro Salvador y Rey de Amor!
      Cuando lo vea, ¿qué puedo ofrecerle? Nada poseo. Soy muy joven, muy pequeño, muy pobre… Esas inquietudes se me cruzaron por la cabeza mientras me dirigía a toda prisa a Belén. El hilo del pensamiento se me cortó al llegar a la puerta de un establo. Tocamos y nos abrió un señor muy amable. Amor y afecto irradiaban de aquel establo viejo y maloliente, en medio de un impresionante resplandor. No nos cabía la menor duda: ¡habíamos encontrado a Jesús!
 
      Me acerqué a un pesebre en el que estaba acostado un recién nacido. Era una criatura preciosa cuyo rostro irradiaba amor y paz. Me arrodillé y le besé la frente. Se me llenaron los ojos de lágrimas. La madre estaba echada junto al pesebre. Me rodeó con su brazo y me acarició los desordenados cabellos. A partir de ese momento mi vida no fue la misma.
 
      La experiencia nos dejó tan asombrados que no pudimos reflexionar sobre lo ocurrido hasta después. Sentado de nuevo en el cerro, contemplando la noche estrellada que nos envolvía a nosotros y a las ovejas, me preguntaba por qué, en la más sublime y divina de las noches, los ángeles habían venido a proclamar las buenas nuevas a un grupo de pastores harapientos como nosotros.

      Entonces comprendí que Dios nos ama a todos por insignificantes que seamos. Prodiga Su amor sin límites y sin parcialidad a todos los niños del mundo. Hasta amó a un pobre pastorcillo como yo. ¿Y saben una cosa? ¡También se me ocurrió qué le podía regalar a Jesús! No tenía nada material que ofrecerle, sólo un corazón rebosante de amor, el mismo que Él me había dado. Le podía devolver ese corazón y, con mis actos, demostrar Su cariño a los demás para que apreciaran Su luz.