La primera flor

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En una aldea de montaña hay una costumbre muy curiosa. En primavera tiene lugar una competencia entre todos sus vecinos. Cada uno trata de encontrar la primera flor de primavera. Quien la encuentre y recoja será el vencedor y tendrá buena suerte durante todo el año. Por eso participan todos, jóvenes y viejos.

Un año, al llegar la primavera, cuando la nieve empezaba a fundirse y dejar a la vista amplios claros de tierra húmeda, los aldeanos salieron a buscar la primera flor. Durante horas y horas buscaron por arriba, por abajo y por las laderas del monte, pero no aparecía nada. Estaban ya para abandonar su tarea, cuando se oyó un grito.

«¡Aquí está: la he encontrado!» Era la voz de un niño. Hombres, mujeres y pequeños fueron corriendo hacia él, que aplaudía y daba saltos de alegría. ¡Había encontrado la primera flor!

Pero la primera flor se había abierto entre rocas, a varios metros por debajo del borde de un precipicio. El niño la indicaba con el brazo extendido. No podía alcanzarla, porque le daba miedo la boca abierta del tajo; pero deseaba aquella flor más que nada en el mundo. Quería ganar la apuesta. ¡Quería su buena suerte!

Toda aquella gente era generosa y quería ayudarle. Cinco hombres robustos fueron allá con una cuerda. Querían sujetar al niño y bajarlo hasta la flor, para que la recogiera. Pero el niño tenía miedo: miedo del precipicio, miedo a que se rompiera la cuerda.

«¡No, no, me da miedo!», decía llorando.

Buscaron otra cuerda más resistente. La sujetarían no cinco sino quince hombres. Todos le animaban.

De improviso el niño dejó de llorar. Se secó las lágrimas con una mano. Todos guardaron silencio para ver lo que haría el niño.

«¡Está bien!», dijo. «Bajaré. ¡Bajaré a condición de que sea mi padre quien sujete la cuerda!».