El leproso agradecido

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Nuestra vida estaba marcada por la soledad... nos obligaban a vivir alejados de la sociedad... nos consideraban malditos, pues estábamos enfermos de la lepra. Compartíamos esta triste condición diez hombres en un miserable leprosorio. Cada día no hacíamos otra cosa que esperar la llegada de la muerte... para nosotros no había otra esperanza.

De pronto corrió como reguero de polvo la noticia de los prodigios hechos por un hombre llamado Jesús. Era la novedad y la plática de todos en los alrededores de Judea, Samaria y Galilea, pues su fama se había extendido hasta donde nos encontrábamos nosotros.

Fue entonces que unos de los nuestros supo que Jesús y sus discípulos que se dirigían hacia Jerusalén, iban a pasar por el pueblo en el que vivíamos. Nos quedamos mudos... Para gente como nosotros, tan metidos en la desesperanza, pensar en algo como recuperar la salud es un sueño que hasta duele tener... El miedo nos hacía ser cínicos, y comenzamos burlándonos del que propusiera buscar al maestro milagroso... Una noche no me pude contener y les expuse la necesidad que yo sentía de intentar sanar por medio de Jesús... hablé, grité, terminé llorando. El grupo me escuchó en silencio. Finalmente, uno a uno me apoyó y pensamos en salirle al encuentro para pedirle que nos curara del mal que padecíamos.

El día tan ansiado llegó. No nos era fácil cumplir nuestro propósito, pues no podíamos acercarnos a la gente; pero, ¿qué teníamos que perder?, nos decidimos a acercarnos al poblado.

Al fin lo encontramos en el camino y nuestra alegría no se hizo esperar, pues teníamos la esperanza de que él podía curarnos. Los otros me mandaron por delante, y, aunque nos mantuvimos a distancia, yo le pedí a gritos que nos curara de nuestra enfermedad diciéndole: "Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros ". El nos miró de una manera que expresaba una ternura muy alejada a la simple lástima... era una compasión que parecía compartir nuestro sufrimiento. Con una voz firme nos mandó: "Vayan y preséntense a los sacerdotes." Y es que la Ley de Moisés estipulaba que los sacerdotes eran los encargados de determinar si alguien tendía lepra, y si alguien sanaba de ella (Levítico 13-14).

Mis compañeros se miraron unos a otros desconcertados. "¿Eso es todo lo que va a hacer por nosotros?" alguien dijo. Una vez más tuve que hacer gala de mi capacidad de convencimiento para lograr que nos pusiéramos en camino. "Es ridículo." opinó alguno. "Es peligroso" opinó otro. Yo les expresé la confianza que me había inspirado la ternura, la compasión con la que nos había hablado. "Si ustedes no quieren sanar, quédense aquí a pudrirse en vida. Yo me voy a conseguir lo que el Maestro me prometió. " Empecé a caminar, y uno tras otro, todos me siguieron.

En realidad Jesús nos había pedido mucho, ya que estábamos realmente lejos de Jerusalén, y no contábamos con los recursos ni las posibilidades de llegar sanos y salvos, siendo, como todavía lo éramos, leprosos.

La primera jornada de viaje fue muy difícil. Algunos de los compañeros les costaba mucho caminar... nos acostamos con hambre y frío, pero gracias al cansancio nos dormimos como piedras. Yo tuve un sueño, ángeles del cielo me limpiaban las llagas con lienzos celestiales y con óleos preciosos.

Me costaba trabajo decidirme a despertar de un sueño tan hermoso. Pero de pronto me despertó un grito. Abrí los ojos espantado, esperando lo peor, pero el grito se repitió y luego otra voz lo acompañó... ¡Estábamos limpios! ¡Sanados! ¡Ninguno de nosotros tenía las nauseabundas llagas que estaban terminando nuestras vidas! Yo me uní a los gritos, y tal vez con más euforia que los demás.

Entonces, ya nada nos importó, corrimos de alegría hacia el Templo, a presentarnos para que nuestra curación fuera certificada, y pudiéramos regresar a nuestros hogares... cuando de pronto pensé: "Realmente Jesús nos ha curado. El debe ser el Mesías, el Hijo de Dios." Les dije a mis compañeros que deberíamos volver para agradecerle a Jesús. Pero ellos me dijeron: "¡Estás loco! Queremos ir rápidamente a Jerusalén para poder volver a casa." Esta vez mi elocuencia no consiguió nada. Con tristeza miré a mis compañeros alejarse. Yo cambie el rumbo y me devolví a buscarle para darle las gracias por haberme curado. Al fin lo encontré y me arrodille ante él y le dije: " Gracias, Señor por haber me curado". Él levanto su mirada y dijo: ¿No eran diez los hombres que curé? ¿Dónde están los otros nueve? Solamente uno me ha dado las gracias." Triste sentí a mi Señor cuando con su mirada no encontró a los otros nueve que había sanado. Y lo peor es que yo era el único que no era judío, sino samaritano. Tal vez yo fui un símbolo de lo que pasaría después, cuando el amado Maestro fue abandonado por su pueblo, pero su obra progresaría entre los no judíos. Como fuera... ¡qué afortunado fui al conocerlo!

Y tú ¿ya conoces al Señor Jesús? ¿Te has acercado a Él con fe? ¿Has sabido agradecerle los muchos beneficios que te ha hecho?